
Una carta de amor para todas mis amigas: Itzel Cabrera
Hace un par de días, le comentaba a una amiga que mis amigas siempre me han salvado la vida. Y no es exageración. Después de mi madre, mi hermana mayor, mis tías y primas, siempre han sido mis amigas quienes han estado ahí, a mi lado. Hace poco oí la voz de una de ellas. En una tarde del 2015, tuve una crisis estomacal muy fuerte y no estaba cerca del nido materno, ni de la comida casera, ni mucho menos de los cuidados de mi familia, y fue entonces que tuve que enfrentarme al dolor casi desarmada, digo casi porque sí tuve a alguien que me ayudó, mi amiga Itzel. Yo estaba retorciéndome, al bordo del llanto, pues sentía como si un demonio estuviese mordiendo mis intestinos. Estaba acostumbrada a sobrellevar los efectos secundarios de la quimioterapia recibida en mi niñez, la incomodidad estomacal siendo la peor de las consecuencias, pero esa tarde el dolor no tuvo piedad. Entonces, Itzel insistió en llevarme a urgencias. Yo no cedía, “puedo aguantar, soy más fuerte que un roble” le aseguré, pero ella inmediatamente llamó a un taxi y me ayudó a subirme. En el trayecto, la náusea empeoró y rápido saqué mi cabeza por la ventana y comencé a vomitar sin percibir que estaba ensuciando todo el lado del taxi. Cuando volví al interior del coche, recosté mi cabeza sobre las piernas de Itzel. Recuerdo verla preocupada, quizá confundida. Ella sabía de mis malestares ocasionales, pero nunca me había visto en el centro del sufrimiento. Para reconfortarme, acariciaba mi cabello y me aseguraba que pronto iba a pasar todo y yo iba a volver a ser yo.
Así fue como en un momento de desesperación tuve suerte de tener a alguien a mi lado. Siempre me he considerado afortunada por contar con personas cercanas a mí que me han ayudado y cuidado. Ser sobreviviente de cáncer no se logró solo por la ciencia, sino también por el esfuerzo y la dedicación de quienes cuidaron de mí. Mi madre me hablaba de la importancia de tener una comunidad, de rodearme de personas que te ayudaran a levantarte. Después de esa terrible noche en la cama de hospital, esa idea cobró vida. Me di cuenta de que la amistad era vital e invaluable. Desde entonces dije, “Itzel y yo seremos amigas por siempre”. “Ella es una de las mías”, pensé. Y sí, Itzel es una de las mujeres que me han ayudado a navegar la vida durante los momentos más difíciles. Desde traerme un caldo de verduras para aliviar mi estómago, marcarme y escribirme cuando notaba desgano o desasosiego en mí, hasta acompañarme al cabo de año de mi madre, ella ha estado al pie del cañón. Y no es la única. Tengo otras amigas acompañándome en mis duelos y mis alegrías. Ahora la distancia nos aleja un poco, pero siempre nos mantenemos en contacto. Así pues, le dije a mi amiga, “bendita sea Itzel, benditas sean mis amigas, y benditas sean todas las mujeres de mi familia que me han cuidado y fertilizan mis raíces, porque cada momento: lo cotidiano, lo grandioso y lo doloroso, no sería igual sin ellas a mi lado”.

