Crónica

LA VIDA GODÍN EN DOS ESTAMPAS

EL AMIGO

COMENZÓ el periodo laboral en la oficina, yo no tenía ni una expectativa, o por lo menos eso contesté cuando me pregunté a mí misma si esperaba algo de esas horas sentadas frente a la computadora, enclaustrada en un edificio viejo del centro de la ciudad. Juárez 55 es un edificio de 3 pisos en donde no está permitido fumar desde hace unos 10 años, pues la Universidad Veracruzana impuso la prohibición por ahí del 2008, por ello hay que salir a la escalera y socializar con los demás compañeros de labor. Pero aquel primer día no hubo nadie que me acompañara en el ritualito de hacer casita al cerillo para que el aire no apague la flamita que da vida al cigarro. Fue entonces que miré detenidamente a cada uno de los transeúntes, ninguno pareció lo suficientemente interesante como para comenzar a imaginar cuál es su vida, a qué se dedica, por qué pasó a esa hora del día sobre la calle y por qué eligió ese lado de la banqueta para caminar.

            Coloqué la atención sobre la casa en ruinas con el número 66 casi borrado por el paso de los años y volví a imaginar a sus habitantes, digo volví porque desde que era pequeña pasaba asomándome por las ventanas, intentando ver algo de adentro; pero nada se asomaba, nada se dejaba ver o, mejor dicho, nada me daba pistas. Hoy es un espacio desprovisto de valor, el techo se ha caído y las paredes se resisten a descansar sobre el suelo por una fuerza casi mágica que las mantiene en pie. De pronto el piso comenzó a vibrar y el sonido de un autobús de pasajeros intentando subir la pequeña cuesta de la calle me sacó de mis pensamientos, terminé de fumar y regresé a la burbuja de mi escritorio, no sin antes pasar por los filtros sanitarios exigidos antes de ingresar a un espacio cerrado y compartido[1].

            Quería contar la historia de esa peculiar casa; sin embargo, no sé nada de ella, sólo aquello que he imaginado a lo largo de los años. Más tarde, cuando cesó el ruido de los automóviles y los transeúntes moviéndose por la calle, comenzó a escucharse una voz: ahhhhhhhggg, uuuuuuhhhhhhggg, aaaaahhhhhhhggg, sonidos agudos y graves saliendo de una garganta. ¿Qué es eso? Pregunté más intrigada que asustada. Afortunadamente encontré respuesta a la duda que me carcomía. Se trata del “Amigo”, dijo la jefa. Es un hombre corpulento, moreno, alto, de unos 35 años. Si se cruza en tu camino te pedirá dinero y, dependiendo de su humor, te agradecerá o se enojará contigo. En caso de que ocurra la segunda opción no entres en pánico, eso lo pone peor; mejor háblale con calma, pide disculpas y sigue tu camino. Hasta ahora no ha recurrido a la violencia física con otras personas, pero lo he visto gritarle en la cara a aquellos que no quisieron darle una moneda. Alguna vez me tapó el paso justo antes de entrar a la oficina, me salió un: con permiso, joven, y fue muy amable, hasta me pidió disculpas por haberse interpuesto en mi camino.

            Desde el miércoles, que fue la primera vez que lo escuché, espero con ansia su desfile, pues prometieron que algunas mañanas canta y baila logrando así alegrar el día de los trabajadores de la calle Juárez. Ahora, la pregunta es ¿alegrará también mi día o hará que me enfrente a mis miedos?

*

DEL JEROGLÍFICO AL KANJI

8:52 de la mañana:

-Buenos días, me lleva a Insurgentes con González Ortega, por favor.

-Sí, claro. ¿Entra a las 8?

-Sí, pero podemos checar hasta 8:10.

-Llegamos en 8 minutos, va a ver.

-¡Sale!

Pedro me aconseja comprar una moto para moverme por la ciudad, dice que es económico y rápido. Yo le cuento mi historia: no sé andar en bici, menos podría con una moto entre mis piernas. La realidad es que mi mamá nunca me dio permiso de aprender. Me dice que él también es muy protector con su hija y que, efectivamente, no le compraría una moto, los conductores de Xalapa son educados, pero no tanto. Eso le sirve como pretexto para comenzar a hablar sobre los otros lugares en los que ha vivido.

            Me dice que nació en otro país y que allá la educación vial es de primer mundo. No lo interrogo, dejo que elija el camino por el que va a transitar para contarme las cosas que considera importantes. Me pregunta sobre mi trabajo y, al saber que soy maestra de literatura y español, se anima a confesar que le cuesta trabajo hablar español con corrección. Pese a ello no se siente inferior, menciona a sus amigos que saben inglés y enfatiza que a ellos les invade la vergüenza cuando intentan comunicarse haciendo uso de este idioma. Eso le sirve como base para expresar su gusto por otras lenguas y, con notable emoción, anuncia que está aprendiendo japonés.

-Están difíciles esos jeroglíficos, pero me gusta como suenan –me dice mientras doblamos la esquina y entramos en la empedrada González Ortega.

-Me quedo en la esquina. ¿Cuánto te debo?

-Son $35.

-Gracias, Pedro, cuídate mucho. Suerte con el japonés.

            -Adiós, señorita, muchas gracias por escucharme.

*

Por Susana Vera

Fotografía de Yasmín Rojas


[1] Este texto fue escrito en 2021, la pandemia por Covid – 19 aún estaba activa.

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