
ÍCARO, EL NIÑO QUE VOLÓ
A ÍCARO se le enredó la cuerda de la cometa en el tobillo y lo arrastró sobre el empastado. Sin que nadie se decidiera a resolver el problema de inmediato, las piernas del niño se elevaron del campo hasta que su torso y su cabeza dejaron de rebotar sobre el suelo. Sólo entonces, el pequeño se dio cuenta de que su madre andaba corriendo detrás suyo, gritando e intentado llegar a él. Antes, el chiquillo se había concentrado en llorar debido al dolor producido por la fricción del pasto sobre su espalda. Lo raro es que cuando empezó a elevarse y distinguió a sus padres tratando de alcanzar la cuerda del papalote para detenerlo, en lugar de dejarse invadir por la desesperación, dejó de llorar. Y es que, mientras Ícaro sentía cómo sus miembros flotaban en el aire, se dio cuenta de que aquel sábado sería el día en que lograría volar.
Ícaro definitivamente era tan poco común como su nombre. Si bien iba al preescolar como todos los niños de cinco años, no se puede decir que ninguno de ellos se acoplara a sus juegos con facilidad. A sus papás les llegaban numerosas quejas del kínder, casi todas debidas a la costumbre que tenía el niño de ponerse a brincar de un pupitre a otro, en cuanto la maestra salía al baño (aunque otras también tenían que ver con el hecho de que prefería andar caminando de cabeza por el salón, en lugar de ponerse a trabajar). En la casa era lo mismo, le daba por bajar las escaleras como si el barandal fuera una resbaladilla y le encantaba andar saltando de mueble en mueble, como buen practicante del parkour doméstico. En realidad, lo más llamativo de su personalidad, y yo también diría que lo más grave, era la obsesión que el niño tenía con el vuelo. Ésta iba de la fascinación con los aviones, paracaídas, planeadores, helicópteros y demás artefactos aéreos (de los que tenía juguetes por todo su cuarto), hasta el anhelo de llegar a ser un skysurfer (como los que había visto en anuncios y documentales).
A pesar de lo anterior, no se puede decir que fuera un mal hijo. Fuera del hecho de que sus padres tenían que llevarlo a menudo a urgencias y de que habían tenido que pagarle el diente plateado que le encantaba mostrar en la escuela (luego de que se hizo pedazos el anterior a fuerza de irse de boca), Ícaro era un niño cariñoso y preocupado por el bienestar de su familia. De hecho, si por las tardes hacía las planas que le dejaban en la escuela, no era porque le interesara mucho saber leer y escribir; sino porque la maestra ya había mandado llamar a su mamá una vez, para regañarla porque él no hacía la tarea. Y si podía dejar para luego los paseos en patín del diablo e irse a rellenar hojas con montones de letras, nomás era para ayudar a su mamá. Así que con más ganas buscaría la manera de ganar dinero, para que sus papás ya no tuvieran que dejar media despensa en la caja del super cada vez que iban al mandado.
Por eso, pero sobre todo porque aquél era el único sitio en el que podía ver artefactos voladores reales, Ícaro estaba en el Festival de las cometas aquella mañana. Era el tercer día que iba con sus papás a ayudar en el puesto que ellos tenían allí. Le había costado bastante trabajo que quisieran llevarlo. Primero le salieron con que no debía faltar a la escuela. Así que Ícaro convenció a la maestra de que le diera permiso de no asistir aquellos días. Luego, con que no le gustaría levantarse tan temprano. Así que empezó a pararse en las madrugadas y a despertarlos a deshoras, para que vieran que sí le gustaba. También le dijeron que sólo iría a dar saltos por todo el parque y que no los dejaría trabajar. Por lo que el niño hizo de tripas corazón y cambió el parkour casero por unos cuantos brincos en la cama. Asimismo, insistieron en que durante aquellos días haría mucho frío, lo que llevó a Ícaro a plantárseles enfrente, abrigado hasta las orejas, cada que le dejaban el clóset abierto. Además, quisieron convencerlo de que era muy aburrido estar todo el día en el campo, solamente viendo cometas. Por eso, sacó sus historietas y sus cuadernos para dibujar y preparó una mochila con cosas para abatir el aburrimiento. Finalmente, cuando alegaron que no tenía la edad para ayudarlos a vender, vendió sus juguetes viejos en la escuela y les enseñó el dinero. Así fue como sus papás se quedaron sin excusas e Ícaro tuvo permiso para acompañarlos a la miscelánea que montarían en el Festival de las cometas.
Debo decir que, hasta el momento en que se fue volando, el pequeño había mostrado un comportamiento ejemplar en la vendimia: aprendió a acomodar las aguas y los refrescos, ya se sabía los precios de los productos y hacía todos los mandados al pie de la letra. El primer día no se podía esperar otra cosa, Ícaro tenía que demostrar a sus papás que podía serles de ayuda y convencerlos de que lo siguieran llevando (cosa en lo que se empeñó a partir del momento en que vio el espectáculo que ocurría cada mañana, todavía al filo del amanecer, hora en que un par de globos aerostáticos levantaban el vuelo). La segunda jornada ya tenía el aliciente de la primera y ya sabía aprovechar el tiempo libre para ver el cielo llenarse de toda clase de objetos voladores: trenes, ballenas, pulpos, dragones, aviones y pájaros de diferentes colores y tamaños. El tercer día empezó a sentirse seguro de que sus papás lo seguirían llevando al Festival el resto de la semana, pero no dejó de esforzarse. De hecho, ellos lo hubieran seguido llevando, si una botella de refresco no se hubiera caído de la hielera y rodado hasta el campo; a dónde Ícaro, solícito como se había propuesto ser, la siguió hasta toparse con la cuerda suelta de una monstruosa cometa que le atrapó la pierna.
Mientras subía, el niño sintió que aquello era otro de los muchos sueños en los que surcaba el cielo sobre el lomo de un dragón. Por eso, en lugar de zafar el tobillo de la cuerda que lo estrangulaba, se puso a escudriñar a la bestia que lo arrastraba: era una especie de pájaro dragón enorme, tal vez un dinosaurio volador, con el pecho rojo, la cabeza verde y las alas de colores. Embelesado e ignorando los gritos y el pánico que cundía en tierra, Ícaro vio al animal guiñarle un ojo y luego girar su cabeza hacia él para treparlo sobre su lomo, tras jalar con su pico la cuerda que lo aprisionaba. Así fue cómo Ícaro fue a dar sobre la bestia gigante y así fue como ella, al sentir que el niño se afianzaba, remontó el vuelo. En ese momento, Ícaro se dio cuenta de que el animal había decidido huir con él a cuestas, pero no hizo nada para evitarlo, ni siquiera estiró la mano para alcanzar la de su padre, cuando él, trepado en un poste de teléfono, intentó salvarlo. Perdido en la profundidad del valle infinito al que se dirigían, el niño ignoró el roce de la mano de su papá o el tobillo abotagado que seguía preso del lazo. Así, viendo cómo sus padres empequeñecían, junto con los paseantes, las tiendas, los árboles y las cometas, todos convertidos poco a poco en puntos de colores, Ícaro decidió quedarse en el cielo y abandonar el parque.
Sin embargo, los que estaban en el piso, casi todos adultos incapaces ya de creer en los milagros o en la magia, no pudieron ver aquella realidad. Lo que se desplegó ante sus ojos fue algo muy diferente: un niño hecho comenta, arrastrado por el aire como una bandera ondeante, hasta que el viento cesó, abrió sus dedos y lo dejó caer a veinte metros de altura.

Cristina Romo (1979) especialista en literatura hispánica, profesora de escritura académica y creativa y cuentista. Ha publicado su obra creativa en revistas físicas y electrónicas tales como: Mientras pasa la tarde, Ágora, La trajinera, Entropía y Malabar. En 2021, obtuvo el segundo lugar en el concurso de cuento de ciencia ficción organizado por la revista Pa’ciencia pa’todos, de la UNAM, con el cuento “Los días en que la tierra perdió la gravedad”; en 2024, el cuento “La bruja de tronco de árbol” fue seleccionado para formar parte de la 7ª Antología de Escritoras Mexicanas; ese mismo año su cuento “Por qué los fantasmas dicen buuu” fue elegido para ser uno de los 13 Cuentos Domingueros de la sexta temporada y, en 2025, otra historia corta, “La mujer que deseaba dormir 100 años” fue seleccionada para formar parte del Segundo volumen Latika, Literatura para las infancias, de Ediciones Morgana.

