Columna semanal

UN PERRO SIN CRITERIO BOTÁNICO

UNA VEZ ESCUCHÉ —en una reunión de vecinos, esas pequeñas ágoras del siglo XXI donde se discute el destino del mundo a través de botes de basura, bardas grafiteadas y excrementos no recogidos— que la orina de perro mata los árboles. La frase se pronunció con una convicción inapelable, como si habláramos de una verdad revelada y no de una observación ambiental con matices. Desde entonces, no he dejado de pensar en ella. No tanto por la plausibilidad científica del argumento (hay estudios, sí, y contextos en los que el nitrógeno de la orina podría dañar ciertos arbustos, especialmente si están mal cuidados), sino porque me pareció una síntesis involuntaria del tipo de ciudad que hemos construido: una en la que lo orgánico molesta, lo vivo estorba, y lo natural es considerado invasivo.

¿De verdad es el perro el problema? Ćevapi, mi perro, no tiene idea de estos dilemas. Él solo olfatea. Camina. Él no está aquí para abrir debates sobre políticas públicas ni para reflexionar sobre los árboles urbanos como reservas emocionales de una comunidad. Él simplemente camina. Huele. Levanta la pata con libertad —esa libertad antigua, anterior a los reglamentos vecinales y a las campañas de “banqueta limpia, ciudad feliz”. No pregunta si el árbol es ornamental o nativo, si está en una jardinera registrada por la alcaldía o en tierra de nadie. Lo habita, lo reconoce, lo marca. Hace ciudad con su cuerpo.

¡Cuánto hemos olvidado que las ciudades también son territorio de lo vivo! Y mientras él orina, me pregunto: ¿qué clase de ciudad prohíbe los fluidos naturales pero tolera el despojo estructural? Porque resulta que, mientras discutimos sobre perros que orinan, los desarrollos inmobiliarios talan árboles centenarios en silencio. Se pavimentan banquetas que antes eran tierra viva. Se colocan cercas, postes y cámaras, pero se retiran las bancas y los albergues para la sombra. El gesto del animal queda señalado como atentado, pero la devastación sistemática —esa sí documentada— queda sin consecuencias.

“Las ciudades, como los sueños, están hechas de deseos y de miedos”, escribió Italo Calvino en Las ciudades invisibles. Y no hay miedo más contemporáneo que el de perder el control sobre el entorno, incluso si ese entorno es una simple calle mojada. Quizá por eso la orina incomoda: porque no pide permiso. No se agenda. No se ordena por código postal. Atraviesa.

No estoy diciendo que los perros deban orinar en todas partes (Ćevapi tampoco aboga por ello), pero sí propongo una pregunta: ¿qué nos revela esa irritación? ¿Qué nos dice sobre nuestra relación con el espacio, con lo colectivo, con lo natural? ¿Qué ciudad construimos cuando lo único que toleramos es lo que no mancha, no huele, no molesta?

La crítica al perro que orina se parece mucho —demasiado— a la crítica al niño que juega, al joven que ríe fuerte, al anciano que alimenta palomas, a la mujer que se sienta sola en la banca sin consumir nada. Se parece al enojo hacia todo lo que no produce. Todo lo que no está al servicio de un objetivo utilitario.

Así entonces, Ćevapi y yo seguiremos caminando. Él levantará la pata cuando lo considere necesario. Yo seguiré pensando en qué tanto de esta ciudad es visible y qué tanto hemos aprendido a ignorar. Los árboles seguirán creciendo —o no—, pero ojalá aprendamos a ver en ellos algo más que un ornamento o un obstáculo.

Quizá, algún día, podamos hacer ciudad como hacen los perros: con presencia, con cuerpo, sin pedir disculpas por estar vivos.






Alejandra Gotóo (Ciudad de México, 1991) estudió Lengua y Literatura Modernas Inglesas por la FFyL, de la UNAM. Después se aventuró a la maestría en Antropología Social, Universidad Iberoamericana. Su trabajo ha sido publicado en Chile, Colombia y Croacia, entre otros. En proyectos recientes ha explorado las intersecciones entre las experiencias de profesionales de la salud durante la pandemia de COVID-19. Realizó su investigación de posgrado sobre las vidas en la primera línea de batalla contra el virus. Su anhelo actual son las experiencias compartidas; las comprensiones mutuas. Durante sus elucubraciones encontró algo que antes no había logrado sentir de este modo, los cuerpos humanos, animales, y los espacios se entrelazan de una manera que podríamos sintetizar con la palabra paradoja. Ama a su perro peludo, el mathrock y el juguito de las satsumas.

Fotografía de Yasmín Rojas

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