
ABRAZOS, NO BALAZOS
NO ERA PINTURA, como dijeron los medios, tratando de minimizar el impacto. Era sangre. Cualquiera de las que estuvimos ahí podía reconocer el aroma, porque, además, comenzaba a descomponerse. Cuando me contó su plan, seis o siete meses antes, no le creí, pero todavía no la conocía bien. Conforme nos acercábamos a marzo y me detallaba su cronograma, no sólo empecé a creerle, sino a quererla y, por tanto, a preocuparme. Entonces, el vínculo, nutrido por nuestra condición de orfandad emocional, ya había traspasado la promesa de no maternarnos. Me ofrecí como voluntaria en la misión, no tanto por la furia de la protesta, pues un año antes había renunciado a las marchas, sino por controlarla cuidarla: yo te llevo agua, ¿cómo vas a ir al baño?, te traje un suéter.
Fue al rastro municipal y se inventó que le iba a festejar en grande sus tres años a su niño, que necesitaba dos bidones de sangre fresca, de cerdo, para la moronga. Se la regalaron. La escondió de su familia por tres días en su cuarto. Consiguió un vestido blanco, barro fresco, leña. Llegado el 8M, le cubrí los pezones con cinta y le di la bendición. Se instaló afuera de la catedral de Xalapa desde el mediodía. Necia como ella sola, casi no se dejó ayudar. Pasó horas bajo el sol anteprimaveral modelando una olla de barro. La marcha comenzó y, cuando el contingente estuvo de regreso, inició un fuego al que lanzó su escultura. Mientras las llamas crecían destapó los bidones y se bañó con la ya jamás moronga. Corrió hacia el cuerpo policiaco y les ofreció abrazos empapados: ¡ven, abraza esta mujer a la que le han quitado todo! Protesta amorosa para un Estado corporativo socialmente responsable.
Las marchas no les provocan nada, me dijo unos días antes, ya no incomodan, están tan dormidos que ahora hay que darles asco. Y lo logró. Las policías que la miraban no sólo se cubrían la nariz, atónitas. Entre el olor de la sangre y el grito histérico de “abrazos, no balazos”, tenían cara de no entender si la escena entraba en la categoría de protesta o de brote psicótico. Hecha un manojo de nervios, la seguí por todas partes, como pude: con los ojos, con las piernas, con la cámara de mi celular para documentar si la detenían o agredían. Estampó su silueta en la fachada y alrededores del palacio de gobierno. Nadie aplaudía, nadie la celebró, todas estaban pasmadas.Cuando terminó, la arropamos bajo las lonas de la protesta, la bañé en la calle, entre la multitud, la secamos, vestimos y desapareció entre el contingente. El olor de la sangre de cerdo se me quedó impregnado en las fosas nasales varios días. Las publicaciones en periódicos y transmisiones en vivo dijeron que una chica se había bañado con pintura. Lo peor aún venía, su violentador la reconoció y no tardó en amenazarla de nuevo, pero ella ya no tenía miedo, era lava. Una artista furiosa, talentosa, pero pobre, loca, marginal, como muchas que cantan, pintan, escribimos al final de la doble, triple jornada. Feminazi —como nos decíamos de cariño—, la más yegua de todas las sagitarias: fuiste mi luna rosa, mi equinoccio de primavera robando duraznos, fuiste el incendio de todos mis miedos.

Elizabeth Rivera. Pachuca, 1988. Costurera de textos, poeta. Psicóloga social (UAEH) y maestra en salud, arte y comunidad (UV). Mediadora en la sala de lectura Tunas Verdes, dirige Abrecaminos Editora y Taller de Corte y Corrección. Recientemente publicó su primer poemario Ayuno voraz (Sediciones, 2024).

