
MASCULINIDAD Y NARCOTRÁFICO: UNA VIOLENCIA COMPARTIDA
CULTURA DEL NARCO y cultura del macho ¿dónde empieza una y termina la otra? Me surgió esta pregunta mientras hace días hablaba con una amiga sobre el narcosistema en el que vivimos. Ella me decía que la “verdadera lucha” es la lucha de clases, es la necesaria redistribución de la riqueza lo que debemos atender y entender por qué es la pobreza material la que engendra narcos, sicarios y criminales sanguinarios. Las feministas tendríamos que buscar la abolición del capitalismo y no la de género o de la cultura patriarcal. Su argumento venía del hecho de que la pobreza material genera contextos favorables para que el narcotráfico crezca y porque las personas pobres asumen más fácilmente su destino de “desechables”, pues en un sistema capitalista las personas valemos lo que “costamos”: tenemos un precio, el precio de nuestra nómina y de nuestros bienes. Es un argumento realista. La precariedad social (manifestada como una exclusión sistemática; abandono del Estado, en lo educativo, acceso a vivienda, salud, alimentación, etc.) provoca la internalización del no valor al propio cuerpo. Es evidente que en tiempos del neoliberalismo, es un asunto relacionado a bienes materiales y a una búsqueda individual de su obtención; pero esto salpica más allá de las poblaciones empobrecidas, pues del narco participan empresarios, líderes políticos, etc., y no únicamente tiene que ver con seguridad y estabilidad social…
¿Una “redistribución” de la riqueza acabaría con procesos de violencia como el narco, cuyo centro parece (parece más no lo es del todo) determinado por un poder económico? Claro que no. El narco no sólo deviene de una pobreza material, es también poder, es ser más que los otros. Ese “ser más que los otros” no es sólo capitalista neoliberal, es también patriarcal (y colonial). La masculinidad no solo atraviesa la cultura del narco, la define y la sostiene. El narco además de desear ser rico, quiere ser respetado, fundamentalmente, a través del miedo. Tal como señalan Núñez-González y Núñez Noriega (2019), en uno de los poquísimos estudios en las ciencias sociales que relacionan el narco con la masculinidad, las significaciones que encontramos en la narcocultura son: machismo, consumismo, poder adquisitivo, heterosexualidad, honor, fuerza física, poder y dominación, disposición a la violencia, control y provisión de recursos, distancia emocional, búsqueda de reconocimiento, procreación como una manera de mostrar virilidad, competitividad y distanciamiento de las labores consideradas femeninas. Todo esto no es más que una serie de manifestaciones de la masculinidad tradicional patriarcal. No es mero capitalismo, es patriarcado. El jefe narco encarna al hombre dominante que ejerce esa imposición a través de la violencia; al mismo tiempo que busca ser proveedor y protector de su familia (la primera propiedad privada que según instauró el hombre -sí, el hombre). Ejerce prácticas de control sobre otros, lleva a cabo guerras y promueve jerarquías constituidas, en gran parte, por el nivel de violencia que las piezas demuestran. Es necesario comprender esto: el narco surge en una cultura que asume que el poder, el control, la violencia y la dominación son cosas “naturales” del ser humano, y especialmente de los hombres.
¿Por qué es importante observar cómo se configura el líder narco y quienes aspiran hacerlo? Porque en toda sociedad existen procesos pedagógicos y de socialización que enseñan cómo ser hombre y cómo desempeñar la masculinidad esperada (Facio y Fries, 2005). Las experiencias de los hombres son moldeadas por lo que observan en los otros, sobre todo en quiénes tienen poder y esto influye en sus vidas, en sus relaciones cotidianas y en la construcción de sus identidades íntimas y colectivas. Por supuesto que estas experiencias no están determinadas totalmente por la estructura de género, pues la clase social, la etnia, el color de piel, la edad y otros aspectos entran en juego. Sin embargo, la “hombría” puede llegar a determinar quién sobrevive, quién logra ser líder y tener el poder. En sociedades machistas, como la nuestra, se enaltece y admira a los hombres (o a las figuras masculinas) por su capacidad para demostrar fuerza, por “darse a respetar”, así sea a través de la violencia, y se convierten incluso en “héroes trágicos del patriarcado” si es que hacen lo que hacen por su familia: “el hombre hizo lo que tenía que hacer por sus seres queridos”.Cruz (2014) señala a las prácticas performativas de la masculinidad como las “prácticas sociales de violencia que se materializan en el cuerpo (…) y denotan riesgo, avasallamiento, provocación, intimidación y agresión, pero también defensa, afecto, protección y solidaridad con sus agremiados o familias”. Esto mismo lo observamos en los narcotraficantes y en cómo operan sus organizaciones.
Una de las cosas que más sorprende hoy día es la normalización de la narcocultura (con toda la violencia que ello implica) y que se puede palpar en canciones, series de televisión, películas, videos musicales, sitios web, etc. En estos productos observamos las historias de vida de los narcotraficantes y se naturalizan o legitiman sus acciones al narrar sus hazañas con admiración y hasta cierta justificación. Esto ha llevado a campañas que buscan combatir la narcocultura, por ejemplo, a través del rechazo de los corridos, las series y todos los demás productos que glamourizan la vida del crimen organizado. Incluso programas de becas con el fin de que los y las jóvenes no busquen “dinero fácil”. Sin embargo, no hay narcos que no sean machistas y la sociedad, si bien condena las prácticas y actividades del narco, no critica el modelo de machismo que lo sostiene porque los códigos de hombría y honor son parte de nuestra cultura, con o sin narco. No sólo la narcocultura replica el slogan “dinero, armas y mujeres”, sino toda la cultura capitalista que enaltece a las mismas figuras masculinas que el patriarcado: las que son capaces de ejercer brutalidad para hacerse de un lugar. Basta ver a los líderes empresariales y políticos, basta leer la historia de los imperios: ostentan dinero, armas y “conquistas”. Incluso la antropóloga mexicana Elena Azaola afirma que la masculinidad juega un papel importante en el proceso de reclutamiento de jóvenes por parte del crimen organizado, pues les seduce la idea de ser el “más chingón” y con ello tener cierta impunidad y seguridad.
Las mujeres, tanto fuera como dentro del narco, somos cosificadas. Dentro de este pasan a formar parte de la lista de propiedades de los narcos: son parte de su riqueza y estatus. O bien, las vemos “empoderarse” (en las series) o asumir sus destinos como herederas de familias dedicadas en lo completo al narcotráfico; se vuelven líderes que deben continuar con la tradición. Cuando son jefas se convierten en figuras masculinas porque no hay otra forma de liderar más que a través del control y el miedo. Eso muestra que el ejercicio del poder sigue una lógica machista. Es ahí en donde como sociedad debemos comprender que no se puede combatir el narcotráfico de fondo si no se desarma también el modelo de masculinidad patriarcal que lo sostiene.
Para mí la “verdadera lucha” no es únicamente la de clase, no es sólo una redistribución y organización social distinta en función de la materialidad. El narcotráfico refleja una cultura que ha enseñado, especialmente a los hombres, que ejercer poder, controlar y violentar son parte esencial de una identidad. El narco no inventa la violencia masculina, la amplifica. Así, una parte fundamental para combatirlo es también reflexionar cómo hemos definido lo que “debe ser” un hombre, lo que la sociedad espera de él.
Una premisa del feminismo que siempre me ha parecido oportuna y necesaria es cuando decimos “yo pasé de empeñarme a no ser igual que las otras, a decir y sentir: yo soy como los demás; yo soy ellas”. Esto es una apuesta radicalmente distinta a la narrativa del narcotráfico de buscar ser “el patrón”, “el que manda”, “el jefe de jefes”, “el más chingón”. Sin duda, es hondamente necesario trabajar en una educación afectiva, crítica, no violenta desde edades tempranas. Buscar como sociedad la socialización de hombres sensibles, empáticos, cooperativos y apostar por otras formas de ser hombre (y de ser mujer, por supuesto) que no impliquen imponerse para existir. Es urgente poner al centro el cuidado de la vida en todas sus dimensiones y que los hombres sean partícipes activos de una cultura para la vida, no para la muerte. No suena sencillo, pero la competencia y la dominación únicamente nos han dejado una cultura de muerte, en la que el crimen organizado ha prosperado no sólo por la pobreza material, sino porque la cultura patriarcal lo permite y hasta recompensa; una no existe sin la otra. Si deseamos una vida sin narcocultura quizá debamos pensar en abolir los mandatos de género que conllevan a una masculinidad hegemónica que subordina y jerarquiza, debemos abolir sí o sí la cultura patriarcal; rechazar toda esa violencia incorporada a nuestros imaginarios de cómo deber ser un hombre (y una mujer) y en ello tendríamos que participar la sociedad entera.
Referencias:
Cruz, S. (2014). Violencia y jóvenes: pandilla e identidad masculina en Ciudad Juárez. Revista Mexicana de Sociología, 613-637
Núñez-González, Marco Alejandro, & Núñez Noriega, Guillermo. (2019). Masculinidades en la narcocultura de México: “los viejones” y el honor. Región y sociedad, 31.
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MASCULINITY AND NARCOTRAFFICKING: A SHARED VIOLENCE
NARCO CULTURE and macho culture—where does one end and the other begin? This question came to me a few days ago while talking with a friend about the narco-system we live in. She told me that the “real struggle” is the class struggle: that what we must address is the necessary redistribution of wealth, and understand that material poverty is what breeds narcos, hitmen, and bloodthirsty criminals. Feminists, she argued, should aim to abolish capitalism, rather than gender or patriarchal culture. Her point was that material poverty creates favorable conditions for the growth of drug trafficking, and that poor people are more easily pushed to assume their disposability, since in a capitalist system, people are worth what they “cost”: they have a price, the price of their wages and their assets. It’s a realistic argument. Social precarity (manifested as systemic exclusion—state abandonment in education, housing access, health care, food, etc.) causes an internalization of worthlessness within one’s own body. It is evident that under neoliberalism, this issue is tied to material goods and an individual pursuit of obtaining them. However, the impact goes beyond impoverished populations, since drug trafficking also involves entrepreneurs, political leaders, and others; it is not solely an issue of security and social stability.
Would a “redistribution” of wealth eradicate violence processes such as drug trafficking, whose core appears (though not entirely) to be driven by economic power? Of course not. Narco culture does not arise solely from material poverty; it is also about power, about being more than others. That drive to “be more” is not just neoliberal capitalism—it is also patriarchal (and colonial). Masculinity does not merely run through narco culture; it defines and sustains it. The drug trafficker does not only aspire to wealth; he seeks respect, fundamentally through fear. As Núñez-González and Núñez Noriega (2019) point out, in one of the very few social science studies linking narco culture and masculinity, the core values we find in narcoculture are: machismo, consumerism, purchasing power, heterosexuality, honor, physical strength, power and domination, readiness for violence, control and provision of resources, emotional detachment, pursuit of recognition, procreation as a means of demonstrating virility, competitiveness, and distance from tasks considered feminine. All of these are manifestations of traditional patriarchal masculinity. It’s not just capitalism—it’s patriarchy. The narco boss embodies the dominant man who imposes authority through violence while striving to be the provider and protector of his family (the first form of private property supposedly established by men—yes, men). He exerts control over others, wages wars, and promotes hierarchies largely defined by the degree of violence his followers demonstrate.
It is crucial to understand this: drug trafficking arises from a culture that assumes power, control, violence, and domination are “natural” traits of humans, especially of men.
Why is it important to observe how the narco leader is configured, and those who aspire to become one? Because every society has pedagogical and socialization processes that teach how to be a man and how to perform the expected masculinity (Facio and Fries, 2005). Men’s experiences are shaped by what they observe in others, especially those in positions of power, and this influences their daily lives, their relationships, and the construction of their personal and collective identities. Of course, these experiences are not wholly determined by gender structure: social class, ethnicity, skin color, age, and other factors come into play. However, “manhood” can determine who survives, who becomes a leader, who gains power. In macho societies like ours, men (or masculine figures) are glorified for their ability to show strength and “command respect,” even through violence; they often become “tragic heroes of patriarchy” when their actions are framed as sacrifices for their families: “he did what he had to do for his loved ones.” Cruz (2014) refers to the performative practices of masculinity as “social practices of violence materialized on the body (…) indicating risk, domination, provocation, intimidation, and aggression, but also defense, affection, protection, and solidarity with their groups or families.” We see this same pattern among drug traffickers and how their organizations operate.
One of the most surprising phenomena today is the normalization of narcoculture (along with all its violence), made tangible through songs, TV series, movies, music videos, websites, etc. These products portray the lives of drug traffickers and naturalize or even legitimize their actions by narrating their exploits with admiration and even a degree of justification. This has led to campaigns aimed at combating narcoculture, such as rejecting corridos (ballads), TV shows, and other products that glamorize organized crime. Some initiatives have included scholarship programs to prevent young people from pursuing “easy money.” However, there are no narcos who are not machistas, and while society condemns the practices and activities of drug traffickers, it rarely criticizes the model of masculinity that sustains them, because codes of manhood and honor are deeply embedded in our culture, with or without narcos. It’s not just narcoculture that replicates the slogan “money, guns, and women”—capitalist culture at large glorifies the same masculine figures that patriarchy does: those capable of brutal acts to secure their place. Just look at business and political leaders, or read the history of empires: they boast wealth, weaponry, and “conquests.” Mexican anthropologist Elena Azaola even asserts that masculinity plays a crucial role in the recruitment of young people into organized crime, seduced by the idea of becoming “the toughest” and gaining impunity and security.
Women, both inside and outside the narco world, are objectified. Inside, they become part of the narco’s list of possessions: trophies of wealth and status. Or, as seen in TV shows, they “empower” themselves by assuming their destinies as heirs to families entirely devoted to drug trafficking; they become leaders, but to do so, they must adopt masculine traits, because there is no other way to lead than through control and fear. This shows that the exercise of power continues to follow a machista logic. It is here that, as a society, we must understand: we cannot effectively combat drug trafficking without also dismantling the patriarchal model of masculinity that sustains it.
For me, the “real struggle” is not solely about class; it is not just about redistributing wealth or reorganizing society based on material resources. Drug trafficking reflects a culture that has taught—especially men—that exercising power, controlling others, and engaging in violence are core elements of identity. Narco culture doesn’t invent male violence; it amplifies it. Thus, a fundamental part of confronting it lies in reflecting on how we have defined what it means “to be a man,” and what society expects of men.
One feminist premise that I have always found timely and necessary says: “I went from striving not to be like the others, to saying and feeling: I am like the others; I am them.” This is radically different from the narrative of narcoculture that seeks to be “the boss,” “the one who commands,” “the boss of bosses,” “the toughest.” It is deeply necessary to invest in an education based on affectivity, critical thinking, and nonviolence from an early age. We must, as a society, socialize boys to be sensitive, empathetic, and cooperative, and strive for new forms of masculinity (and femininity, of course) that do not require domination to exist. It is urgent to place the care of life, in all its dimensions, at the center—and for men to become active participants in a culture of life, not of death. It may not sound simple, but competition and domination have only left us with a culture of death, in which organized crime thrives not only because of material poverty but because the patriarchal culture allows and even rewards it; one cannot exist without the other.
If we desire a life without narcoculture, perhaps we must think about abolishing the gender mandates that lead to hegemonic masculinity—one that subordinates and hierarchizes. We must abolish, once and for all, patriarchal culture; reject all the violence embedded in our imaginaries of what it means to be a man (or a woman)—and this must be a collective societal effort.
References:
Cruz, S. (2014). Violence and Youth: Gangs and Male Identity in Ciudad Juárez. Revista Mexicana de Sociología, 613-637.
Núñez-González, Marco Alejandro, & Núñez Noriega, Guillermo. (2019). Masculinities in Mexico’s Narcoculture: “The Big Shots” and Honor. Región y Sociedad, 31.
Itzel Cabrera es Xalapeña de nacimiento y por convicción.


