
SUSANA
La noche del suceso yo veía Susana en la televisión, era 1994. No supe, hasta muchos años después, que el director de aquella película fascinante era Luis Buñuel; en aquel entonces yo era una niña de 10 años viendo algo que quizá no debía, pero la historia de Susana, la embustera, me mantuvo despierta durante la madrugada.
Apenas hacía unos meses que nos habíamos mudado de casa. Mi madre, una madrugada de agosto y con ayuda de mis hermanas mayores, sacó las pocas pertenencias que teníamos en la casa de mi padre, mientras tanto, él nos observaba desde la puerta, después de habernos preguntado, por única ocasión, con quién queríamos vivir. Recuerdo que lo abracé de la cintura, muy fuerte, a manera de despedida. La decisión estaba tomada. No viviríamos más con él.
Nos fuimos a una casa de alquiler, una casa chorizo que tenía un gran pasillo, el cual conectaba con todas las habitaciones y un jardín central con rosales. No era una casa lujosa ni demasiado grande, pero era preciosa ante mis ojos, y en ese momento yo no me daba cuenta de las carencias que padecíamos. Había sido emocionante mudarse y tener un nuevo número de teléfono, yo llegué a la escuela ese día contando toda la nueva aventura que vivía; por supuesto que no dije las razones exactas, simplemente repetí: “es que mis padres se separaron, me cambié de casa”. No mentía, pero omití las partes dolorosas, los gritos, los golpes, el llanto…la oscuridad…todas esas razones por las cuales mi madre había tomado esa decisión: la decisión más audaz de su vida.
Recuerdo aquel día inolvidable en que vi Susana por primera vez, recuerdo bien el día porque horas antes me había percatado de unas marcas en los pasillos de la casa chorizo: huellas grandes y manchas de lodo por todos lados; además de unos ruidos extraños la noche anterior. No compartí mi extrañeza en ese momento, no era posible que una niña como yo fuera tomada en serio en aquella familia rota donde no había cabida más que para los lamentos y las culpas. Recuerdo la historia de la película de Buñuel: Susana llega descalza e indefensa una noche de tormenta a la hacienda de Don Guadalupe, donde, después de ver la riqueza que la rodeaba, decide seducirlo a él y a su hijo Alberto, pero ellos, cegados por la belleza infinita y astucia de esa mujer, se convierten en enemigos.
Yo comprendía a Susana, sé por qué mentía y sé también por qué su historia me atrapó aquella noche: yo experimentaba dolores similares. Yo también quería una casa propia, una mesa grande y alta para comer en familia, y un padre que no me dejara ir en la madrugada con mi madre y mis hermanas, en una camioneta de redilas cargada con sólo dos colchones y unas cuantas bolsas de ropa. Yo entendía a la protagonista, quería ser como ella, quería vivir en una hacienda con caballos, gallinas y pozos de agua, y quería que alguien me cuidara.
La noche de mi relato yo no podía dormir, me sentía inquieta, llovía mucho y escuchaba goteras por todos lados, chorros de agua cayendo sobre cubetas mal puestas, chapoteos, coches rechinando, etcétera. Había muchos ruidos confusos y raros que no permitían saber exactamente qué oía, qué era fantasía y qué no. Mi madre me decía una y otra vez: “duerme, hija, cierra tus ojos, no hagas caso a los ruidos”. El viejo truco, mientras no lo veas, nada está pasando.
De pronto, a través de una ventana que daba al patio, me cayó de lleno un haz de luz proveniente de una lámpara que me cegó por un instante, le dije a mi madre: “hay algo en la ventana”. Ella se apresuró a asomarse, se detuvo en silencio por unos segundos mientras clavaba su mirada hacia afuera y la pupila se le iba dilatando: “Sí, hay alguien adentro de la casa, ¡salgan!, ¡corran a casa de su abuelo!” Mis hermanas y yo rápidamente nos levantamos, mi madre corrió a asegurar la puerta de atrás por la cual se accedía del patio a la cocina y que ella sabía se abriría de un golpe; nosotras salimos por el lado de la calle, descalzas en la lluvia, gritando. Nos dirigimos a la casa de mi abuelo materno que vivía unas cuadras adelante. Mi madre se quedó adentro de la casa con el invasor, sujetando la puerta, protegiendo los dos colchones, las bolsas de ropa y a sus tres hijas. Después de un par de minutos ella salió detrás de nosotras. Cuando por fin la vimos, también observamos a lo lejos la sombra de un hombre parado en la puerta de nuestra casa con un tubo metálico en la mano, se quedó ahí bufando, trabado, sólo mirando…me recordó a mi padre. Llamamos a la policía, nunca llegó.
Al día siguiente, cuando volvimos a la casa, había muchos cristales rotos, nuestras pertenencias estaban intactas, y aunque la televisión seguía encendida, Susana ya no estaba. Ya nunca quisimos volver a allí, después de un tiempo huimos a otra casa. Recuerdo aquella época como angustiante, constantemente tenía miedo de que un hombre quisiera entrar de nuevo a romper los cristales y asustar a mi madre, que ella tuviera que detener de nuevo la puerta, correr descalzas en la lluvia, aterradas y solas, como Susana en aquella película de Buñuel, donde en la primera escena se revela que ella huye de un manicomio en medio de una tormenta, en busca de su libertad.
¿Qué buscaba aquel hombre vil en aquella noche vil?, ¿qué placer podría darle escuchar gritos y sollozos de tres niñas y una madre sola, aterrorizada?, esa pregunta me ha recorrido por años, me lo preguntaba cuando vivíamos con mi padre y me lo sigo preguntando ahora. He vuelto a ver la película y también he repasado aquella noche del asalto mil veces en mi memoria.
Ya no sé si todo lo que recuerdo pasó tal cual, lo que sí sé es que ya no tengo miedo. Ahora, un sentimiento de libertad invade mi presente cuando rememoro aquella época, cuando junto a mi madre, mis hermanas y yo corrimos para salvarnos de aquel hombre que nos observaba a lo lejos, a veces lo recuerdo como el intruso con el tubo en la mano y otras lo recuerdo como mi padre, observándonos desde una puerta, viendo cómo nos alejamos en un camión de mudanza, mientras él se queda callado e imperturbable.
Adriana Rosas (1984) nació y creció en la ciudad de Xalapa; se formó en la Facultad de Letras Españolas de la Universidad Veracruzana y, aunque ahora sortea la Administración Pública, no desiste en la búsqueda de su voz, una voz que le permita decir lo que por tanto tiempo ha callado.

