Cartas

RETINOBLASTOMA. PARTES DE VIDA VII.

Barcelona, 15 de abril del 2016

QUERIDOS AMIGOS,

Algunas noticias de la familia Mallard González.

Estamos ya de vuelta en casa tras un par de días de tratamiento en la planta octava (Oncología) del Hospital Sant Joan de Déu. Darío, de momento, va reaccionando de maravilla a la quimioterapia sistémica. Los efectos secundarios inmediatos (náuseas, vómitos) ni siquiera se dejaron sentir. Está activo y alegre, con apetito y voluntad —y nosotros estamos dichosos de verlo así.

Hace un par de días le implantaron por fin, en quirófano, el mentado Port-a-Cath. Se compone de un anillo de titanio con una malla, también de titanio, y una membrana de silicona. Del anillo parte un catéter que penetra en la yugular, traza una curva y llega hasta la entrada del corazón. El implante es sub-cutáneo: se le siente en el hombrito (finalmente no se le puso en el omóplato) como un abultado botón bajo la piel. Lo llevará durante todo el tratamiento. Por el Port-a-Cath recibirá la medicación —¡se acabaron las enredosas vías! — y se harán las numerosas extracciones de sangre para el conteo de anticuerpos —¡terminó la tortura de buscarle la esquiva vena en el bracito!

La operación salió muy bien. Una vez eliminada la anestesia (suero, suero, suero y más suero) y en cuanto hubo recuperado fuerzas, se le administró, ya por su Port-a-Cath, la quimioterapia oncológica: unas bolsas y jeringas dosificadas por una bomba electrónica. Durante un par de horas fui viendo descender los fármacos por la manguera con una mezcla de alivio y temor. Pero ¡no pasó nada! Él ni cuenta se dio. Acostadito encima de su madre, miraba en la tele las terribles noticias del convulso mundo: poco más que cambiantes sombras coloridas. Un rato más tarde toleró bien el alimento. Lo tuvieron una noche en observación y Matiana y yo nos quedamos a dormir con él. Con gran sentido de misión, salí una y otra vez durante la noche a pesar en la báscula del pasillo los pañales embebidos que permiten estimar, a partir de la cantidad de orina, la eliminación de los químicos. Desde una octava planta en las alturas de Barcelona se abarca en toda su extensión la ciudad dormida, las distantes luces del puerto, el negro mar.

La planta octava acoge, por definición, niños inmuno-deprimidos. Se accede a ella con un pase magnético. Hay cuartos con purificadores de aire individuales y algunos, herméticos, están acondicionados con presión negativa. Al lado de cada puerta se estipula el grado de asepsia que debe acatar quien entra. El personal de limpieza se muda de ropa al asear cada habitación, cambia de trapo y de fregona.

A la mañana siguiente, Darío despertó temprano y estuvo modorro, muy sereno, en brazos. Como a media mañana, cuando comenzaba a aburrirse, vinieron a quitarle la férula y las vías, con lo que pudo dejar la cama y, ya sin mangueras, caminar por el salón de juegos al fondo del pasillo. Nos visitaron los médicos y nos dieron el alta para cuando su temperatura corporal se estabilizara (tenía febrícula). Cosa de un par de horas.

Llegamos a casa a media tarde. Y aquí estamos, en una casa perfectamente limpia; la casa desnuda de un enfermo: los días previos los pasamos aspirando peluches y confinándolos en cajas, enrollando tapetes y quitando cojines, trapeándolo todo con lejía, retirando cada adorno, metiendo en cajas mis colecciones de historia natural y demás huesos de animales. Dejé fuera un único adorno —una ardilla de palo, artesanía de la sierra Tarahumara—, para hacernos creer que no nos doblegamos del todo.

Se supone que las defensas comienzan a bajar como a los cinco días de administrada la quimioterapia sistémica. El martes que viene volvemos al hospital: asistiremos a una charla informativa sobre cómo cuidar a un niño inmunodeprimido. También vendrá —estamos en el mismo barco— Laise, la nana de Darío. Y el miércoles vamos ya a la primera química sanguínea, y acaso a que retiren los puntos de sutura, rojos y grandes como los de una pelota de baseball. Ya después, cuando los anticuerpos se recuperen, vendrán la revisión de fondo de ojo para averiguar cómo reacciona el cáncer a los fármacos y, en cuanto el cuerpecito de Darío lo tolere, la siguiente quimioterapia… Pero ese horizonte, de más de tres semanas, me parece de lo más distante.

Lo importante ahora es que tenemos en casa un niño feliz. Corre por sus venas la vincristina, el carboplatino, filtros poderosos que aniquilarán los tumores sin dañarle más los ojos. Lo rodearemos con todos los cuidados imaginables para evitar que, con la guardia baja, atrape infecciones. «Lo pillan todo», se quejan siempre los fatigados padres de la planta octava.

Si en mi confusa fe animista he confusamente rogado y rogado a los dioses de la miel y de la savia, del polvo y del rocío, por la cura de Darío, hoy ruego a las deidades, antes soslayadas, del carboplatino y de la vincristina (un alcaloide extraído de una modesta florecita de Madagascar) para que en algún otro horizonte más remoto aún nuestro hijo adorado sane y conserve su vista y se maraville siempre de las cosas del mundo.

Les agradezco su apoyo y su solidaridad. Las vamos a seguir necesitando.

Alain-Paul (y por supuesto Matiana y Darío).







Alain-Paul Mallard (Ciudad de México, 1970), es escritor, coleccionista, fotógrafo, viajero, cineasta y dibujante. Autor de las novelas Nahui versus Atl (Turner libros, Madrid, 2014) y Evocación de Matthias Stimmberg (Heliópolis, México, 1995; Bibliophane, París, 2003). Actualmente vive en Barcelona con su esposa Matiana y sus hijos Darío y Diego.

Fotografías de Víctor Benítez


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