
LAS PALABRAS AL OLVIDO
EL SOL daba su último suspiro. Las paredes de la habitación se coloreaban de dorado. El cigarro se consumía en el cenicero en forma de corazón; en los huecos se almacenan las lágrimas y los muebles reclamaban el celeste de las épocas veraniegas. En mi habitación, se acumulaba el polvo, la ropa y las sábanas sin acomodar. El cigarro se apagó; por lo cual decidí encender otro y lo coloqué en mis labios sedientos de palabras que te nombraban en cada gota de lluvia.
En mi cabeza se acumulaban los pensamientos. Sin embargo, tres preguntas reclamaban mi atención: ¿Cómo olvidar? Cuando he aprendido a memorizar y aferrarme a cada sensación o sentimiento ¿Cómo prometer? Si todo se convierte en un contrato sin firmar ¿Cómo recordar? Si la historia se construye y reconstruye, de acuerdo con su curso.
Según mis padres en la vida no cuenta el cuestionamiento, sino el proceso que una persona emprende para responderse a sí mismo. Tal vez me he enfocado a hallar los significados ocultos en las cenizas o en el sudor.
Para dejar fluir este ocaso, te envío mensajes para sentir esa unión. Tu silencio significa la muerte de mi esperanza. Esa bandeja se convirtió en mi diario personal. Recurro al teléfono para recrear tu mirada en cada sílaba. Tus respuestas se remontan a nuestra primera pelea, los planes a futuro, gustos musicales o películas, las felicitaciones de cumpleaños, salidas para descubrir cada rincón de la ciudad o el descubrimiento de algún interés amoroso. Cada oración posee un anhelo contenido en cuadros de textos.
El calendario enmudeció para ser arrastrado por las hojas del otoño, los niños convertían sus trajes de baño en abrigos de lana, el viento susurraba su hechizo y los coches transitaban para encontrar su propósito en la carretera. Me transformé en una espectadora, ya que mi ventana funcionaba como una televisión reproducía mi lejanía con aquel lugar.
En esos días de septiembre se respiraba la resistencia de las flores amarillas ante las revoluciones. Ese color ilumina mi llama, esa vela que se niega a apagarse ante las inclemencias. Al terminar el cigarro, expulsé el humo que revoloteaba como recordatorio de mi existencia.
Aún recuerdo nuestro último día, subimos al camión para dirigirnos al metro Cuatro Caminos. Era un 11 de diciembre de aquel añejo. Todos los chicos y chicas ocupaban un asiento, reían, hacían planes para la siguiente semana, preguntaban sobre el procedimiento de alguna tarea de matemáticas, describían a las personas que les atraían o contaban alguna anécdota.
Nos sentamos al fondo para contemplar el panorama, mientras el conductor esquivaba el tráfico y escuchaba su lista de cumbias. En ese instante, sentía que cada kilómetro recorrido nos pertenecía al dejar nuestro nombre escrito en cada semáforo.
No hablamos durante todo el camino porque nos desvelamos elaborando un reporte sobre la vida de Carlos Santa Anna. Me recargue en tu hombro para recuperar las fuerzas antes de regresar a casa. Mirabas por la ventana, tratabas de encontrarle una forma a las nubes, sostienes mi cabeza para que no me golpee con el asiento delantero.
Mis células memorizan tu calor. No obstante, al llegar a la estación, me desperté y caminamos hacia los andenes del Sistema de Transporte Colectivo (STM) o para los cuates del metro. Bajamos las escaleras en silencio, nuestros dedos se juntaron con la armonía de los pasajeros. Me percaté que al compartir un sentimiento todas las palabras sobran, eso nos hace cobrar conciencia por encima de otros cuerpos.
En sus pasillos se escuchaban vendedores ambulantes que anuncian diversos productos, el sonido de los zapatos de tacón, el bip de la máquina de recargas de las tarjetas, y una masa de conversaciones inconclusas.
Descendimos hacia la plataforma, esperamos en silencio la llegada del vagón. Tus manos acarician mis dedos. Los sentidos se pierden junto con la contaminación. Tardó cinco minutos en llegar nuestra limusina anaranjada, subimos, nos sentamos. En el trayecto, observamos a una señora embarazada, un niño con burbujas, un señor que buscaba trabajo en el periódico o una chica que leía un libro de autoayuda.
Me acompañaste hasta la estación Tacuba para transbordar hacia Barranca del Muerto. Solo logré decirte: —Tu presencia me protege del invierno. Me devolviste la mirada y te inclinaste para susurrarme: —Pienso lo mismo, pero tengo que llegar a mi casa para terminar un proyecto de Ciencias de la Salud. Eso sucedió hace siete años. Sigo atrapada en la nostalgia de transitar la Línea 2 del metro. Ahora estoy sentada en un vagón de la Línea 3 con universitarios fatigados de pantallas, números, calculadoras, idiomas, letras, títulos, currículos, servicios sociales, intercambios al extranjero, títulos, togas y birretes.
Me siento sofocada con pensar tu presencia en mi vida, gracias a que sólo transito cada estación con los audífonos puestos. Busco algo para regresar a mi lugar de origen. Ceros o unos codificaban mis letras en mis propios intereses. En el trayecto, observo todos los boletines de personas desaparecidas de diversos colores y sabores, como si fueran paletas, chicles, chocolates o envolturas desechables que se acumulan entre las alcantarillas.
Me gusta competir en las carreras a escondidas para no gritar lo que siento ¿Seré una nómada, alguien sedentario que espera a los demás cazadores o acecha sin previo aviso? Era una pregunta que llevo tatuada en mis venas y arterias, por lo tanto, en cada latir esperaba a un camarada para descubrir ese lenguaje.
Incluso un día en la Facultad me dijeron que el animal espiritual de los habitantes del Estado de México eran las ratas de dos patas y los de la Ciudad de México son ajolotes ¿Por qué esa lucha entre las periferias; si todos nos levantamos temprano para anotar cosas en cuadernos llenos de fruta aplastada por tanto empujón o achicharrados por un descuido con la botella de agua?
Construí muchas cosas, pero si algo no me parecía me iba sin decir adiós, goodbye o à bientôt. Solo cambiaba mi ropa de infierno para que no se notará mi ausencia. Con cada persona que conozco, pierdo una pieza de mi rompecabezas. Mi piel está escamosa por el cambio. No encontraba un equilibrio para revivir todos esos recuerdos que me daban combustible para continuar. Al llegar a mi casa, dormía en una colchoneta que pertenecía a mi abuela paterna; para refugiarme en la calidez de la primavera o del verano.
Dejé de escuchar todo a mi alrededor: quejas, reclamos, regaños, autos, cualquier tipo de transporte público; al compartir mis emociones o sentimientos me convertía en una taza pegada con pegamento económico. El borde de la línea me requería o solo mostraba mi vulnerabilidad al no pelearme con una señora en la estación Balderas. Solo tenía planes para la huida A, B, C, D y E. No tomó una bandera azul, verde, tricolor o vino. Solo conocía el sistema de una entraña que nacía y moría junto con las parábolas de mis libros de Matemáticas III.
Los alentaba a seguir sus sueños. Inventé rumores, chismes, groserías, cigarros, alcohol, melonazepam, sertralina, dopamina, oxitocina, noradrenalina, adrenalina para mirarlos desde mi pedestal como reina o capitana de un equipo.
Todavía no reconocía los cerros vistos desde la Autopista México-Pachuca. Negaba mi sangre, mi agua, mi ser y la trayectoria recorrida para llegar a una meta: volver a encontrarme con todas las cosas que me definen como persona por encima de una masa amorfa de coincidencias.
El color blanco era mi retroceso rumbo a las ataduras, sueros, heridas, delgadez extrema, conversiones, inyecciones, gritos, rasguños, muletas, botas ortopédicas, electrochoques, acupuntura, antibióticos, infecciones, migrañas o lentes de todas las graduaciones. Por el contrario, en estos últimos años resignifique sus mensajes y palabras. Permita el libre acceso de puertas en el Sistema de Transporte Colectivo (Metro) turu, turu, turu: última estación Universidad; porque dejé ir a la otra yo.
Recorrí toda la Línea 3 de Indios Verdes a Universidad para encontrarme con otros espejos y construir mis propios sueños para alcanzar ese tesoro proclamado en cada aliento o suspiro invernal visto en una película navideña. Anhelaba reconstruir a su lado cada uno de los rincones que nos pertenecían y definían. Este experimento nos costó perdernos en la distancia que separa a nuestras casas, sin embargo, no fuimos compatibles con los latidos del corazón ocasionados por esa música.
No quería las migajas que le has dado a otras personas. Deseaba tu alma, cuerpo, espíritu, mente y tal vez otras cosas que provocabas en este volcán. Aprendí todos esos idiomas que te gustaban para decirte otra vez: – Hola ¿Cómo has estado? Espero te encuentres muy bien ¿Aún podemos compartir algo? Odio tu compasión o disculpas a medidas. Seguiría haciendo desastres a tu lado tomados de la mano riéndonos de nuestras equivocaciones. Eras el equipo que siempre quise formar en otras ocasiones o estaciones de la Línea 3 en Hidalgo, Juárez, Balderas, Copilco y Universidad.
Fui alguien que te apoyaba en las buenas, en las malas y en las peores. Alguien que te mostraba la condensación o la cristalización de las gotas de agua; aunque sólo tuviéramos una conversación de cinco, diez o quince minutos.
Eras un motivo para saludar a las personas y continuar con los proyectos pendientes. Era la voz de tu conciencia que decía – Si tú puedes ¿Porque yo no? Todo a su debido tiempo. Ahora una idea me inunda ¿Estás mejor? A partir de esa interrogante surgieron más dudas. Pasaron dos meses desde esa última promesa: —Pídemelo más bonito. Los acontecimientos alrededor no son favorables. Escribirte, describirte y observarte, no resuelve los daños de mi explosión.
Te pedí un día para querernos. Posteriormente amarnos y por último, fundir el azul con rojo para colorear la puesta de Sol con un tono violeta. Mis palabras quedaron en un bote de basura y las tuyas se esfumaron en la fiebre. Al final, le dediqué las palabras al olvido para recordar tus ojos plasmados en mi almohada.

Andrea de Lourdes Galán Olivera
Egresada de la Licenciatura en Ciencias de la Comunicación por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (UNAM) en el área de profundización de Comunicación Política. En el ámbito profesional, me he enfocado a realizar monitoreo de medios tradicionales y digitales; corrección de distintos tipos de textos; análisis del discurso; y creación de contenidos para distintas redes socio digitales. Sin embargo, mi pasión por la escritura me motiva a preguntarme: Si la vida es una carrera ¿Qué sentido tiene correr sola?

