
TIERRA DE NADIE
ESTOY MIRANDO el cielo, en espera de la luz,
eternidad majestuosa,
esa que me prometieron.
Pero las nubes, amarillentas, sólo se agitan.
Traen consigo el lamento del mundo,
aquel que anuncia su presencia con un silbido.
Con ese agudo sonido de muerte,
que arrastra consigo la peste, la sangre,
a los cuerpos destruidos por el paso del tiempo.
Lloro entre las tumbas y los huesos roídos,
entre los infantes recuerdos, perturbados,
entre la inocencia arrebatada con violencia,
por el hambre.
Grito, hasta desentonar mi cuerpo sonoro
y en las lágrimas se escapan las risas,
los juegos, los abrazos de la madre,
el abandono del padre.
Y el hambre… Que nació conmigo,
también entre ellas huye.
La feroz fuerza invisible nos devora,
arrastra los cuerpos y extirpa los sueños,
el único consuelo de quienes sufren.
La bestia deja su marca,
recordatorio de su pronta vuelta,
pero ya nadie lucha, nadie reza.
Pues aquella marca, también es la prueba
de nuestra eterna e insufrible condición.
De ser olvidados en los ecos de la ciudad,
de morir y ver pudrirse la carne
de quienes amaste en vida.
Y la Tierra… Abre su boca,
aquí, entre medio de las casas.
Veo a las aves huir,
toman vuelo y se acercan,
quizá un poco…
Al hogar de Dios.
Ese donde nosotros no tenemos cupo.
Pero ellas sí, ellas vuelan y se van de aquí.
Aquel hueco cada vez es más grande,
nos invade el calor, ese perpetuo calor,
uno que derrite hasta el deseo más profundo.
Y desde lo más hondo… resurgen las voces.
Rogando que estemos ahí, con todos.
Me acerco a esas cálidas fauces.
Mientras detrás se escucha aquel sonido
sepulcral de la bestia traslúcida.
Te escucho, los escucho.
Y los veo, todos en conjunto, unidos,
piel con piel. Con carne rojiza.
Todos en un movimiento,
una alimaña olorosa a pestilencia,
pero su calor, ese calor, se vuelve fraternal.
Los árboles tiemblan, las casas,
las pocas que aún quedan,
quiebran sus cimientos,
sus pobres cimientos de cobre.
Las madres levantan a sus hijos,
y se abrazan. Pero no lloran.
Ya no hay nada dentro de sí, la bestia
las dejó vacías, sin emoción. Sin miedo.
Clavó su marca para recordarles cuál
es y será su destino, también el de su descendencia.
Yo… aún miro el hueco,
el pecho arde. Y el calor me consume.
Los molidos seres siguen ahí,
rompen sus huesos,
los sustituyen con los otros,
con los que ya no se mueven.
Me invitan con ellos.
Lloro mientras veo el rojizo cielo,
sus nubes púrpuras,
anuncian la visita final
de aquella monstruosidad.
Entre mis lágrimas escapa la miseria, mi alma,
la eterna queja que se clavó en mis entrañas.
La tierra se levanta, mientras esa bestia la toca,
todos los demás se colocan frente a ella.
Y yo… Tomo un suspiro.
abro mis ojos,
tomo la mano de mi madre.
A su vez, mi hermana toca la mía.
En una cadena eterna, entre cuerpos unidos.
En este hueco, en este hogar.
El hogar de quienes somos olvidados.

Andre “Egan” Melendez (Estado de México, 2004). Estudiante de Letras Hispánicas en la
Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Iztapalapa. Miembro del Colectivo Raíz de
Tinta, donde desempeña el rol de escritor y tallerista en creación de fanzines. Amante de
los textos fantásticos, lo sobrenatural y lo esotérico. Con un profundo interés en la obra de
Juan Rulfo y Adela Fernández. Sus versos tratan de plasmar una realidad chocante y
cruda.
Instagram: Shinobi_Egan

