
TUMBA DE COLORES
Te encontrabas perdida, sonámbula; habías despertado a horas de horas de la madrugada. Así arribaste al panteón con tu pijama de seda; varios de los espíritus que acudían al cementerio a penar se levantaron; te vieron con ojos bizcos. Trataron de ahuyentarte sin siquiera un ápice de éxito. No debías estar ahí.
Te contemplé desde tiempos inmemoriales, tan risueña al reposar, que me fue imposible trepar sobre ti como el muerto que soy ese día. No pude detenerte. Soy un simple pecador que se instaló en tu hogar hecho de dulces, hechizos y augurios de bruja buena. Ya en el panteón revelaste tu naturaleza preñada, y, la criatura de la misma bestia con la que competía por lo menos el tener una visión de ti sobre mi tumba, nadaba dentro de ti.
Ah, el paisaje de un cementerio es gris, muy gris. Existen tantas estatuas. Llantos, penas, animas oran los vivos para que los dejen descansar en paz, sin siquiera tener la suerte que tú. Y entonces, entre sueños y quebrantados huesos me llamaste, entre tus sueños abriste tus brazos, me pediste que te ayudara con la tierra con la que debías mancillar el reciente entierro que se había prolongado hará muchos años.
Recordaste el haber abortado un pequeño indirectamente, sin manchas. Sin culpa. Tu cuerpo no era muy adulto, y en fin, lo perdiste y así las ilusiones que tenías de poder arrullarlo entre tus brazos. Desde entonces el cementerio te guía a un puente por el que cruzas y encuentras a esos árboles que tosen pétalos de rosas en nombre de tu dolor.
Enredaderas, cruces, lápidas. Todo ello lo tocas con tus dedos acabados y pintados de un negro tan negro como la noche carente de estrellas que corona tu cabeza. La henna de tus manos roza los árboles, los rosales agridulces que se alzan alrededor de la tumba de tu hijo. Alejado de toda perturbación.
El paisaje es más colorido, sólo en el área más allá del laberinto, aunque hiede a tristeza; el dolor de una perdida de infantil esperanza. Los peluches que dejabas regados en el suelo, cada que acudías al mismo lugar desde niña, se mueven poco; las enredaderas que los sostienen ahora provocan que caigan sobre el bosque de pastos rosas, lilas, azules y amarillos recién cortados. Todos, absolutamente todos acuden a ti. Desde la tumba él parece sonreírte. El lugar es un secreto de confesión hacia tus sueños de mujer niña, de la niña mujer que fuiste cuando lo concebiste, gracias a un amor de jóvenes en cuya mente, asomaban pajaritos.
El paisaje respira vida propia. Está vivo, pese a que exuda muerte, muerte y muerte etérea. Le tienes más miedo a los vivos, siempre se los cuentas a los peluches que crean una ronda a tu alrededor para calmarte. Rompes en llanto, mi niña. Todo brilla, incluso tus lágrimas que resbalan por tu vestido de bruja. La bondad que portas en tu corazón, la luz que te sostiene siempre desde que rezas a los amargos dioses de otros mundos, te somete a su delirio y decoro. No puedes enloquecer, no. El pasado te acecha.
El ambiente, ahora iluminado por la sutil luz de las luciérnagas, revela tus ojos ciegos besados por las apariciones de otras criaturas que, desde que tienes memoria, vislumbras como candor atardecido. Observas el féretro cristalino de tu hijo, su piel conservada entre un lila y un rosa pálido; arrugado, su rostro de papel, su carita formada que conservas sólo en tus memorias.
Apura ya la aurora sobre tus cabellos; te adorna con una guirnalda, sostienes, como tantas veces a tu hijo entre tus brazos. Está dormido al igual que tú, meditas en sueños, tu propio calvario. Tu abdomen distendido brilla. Sientes que el delicado pasajero que llevas en tu vientre está feliz. De sentir tan de cerca a su hermanito. Los peluches, de muchas formas y matices coloridos susurran rondas felices y, te guían con absoluto fervor, por un camino más allá de las fronteras de los vivos.
Amas la tumba de tu hijo fallecido. Amas el paisaje que reverdece en tus recuerdos cuando amaneces en los brazos de tu bestia. En cambio yo, tú amante de otro mundo, espero que me mires algún día junto a ti. Fui tu guardián desde que fuiste niña mujer. Te robé a tus padres y te entregué a tu ahora consorte. Ahora y ahora, te entrego a tu hijo para que, desde un truncado amor de madre, puedas pasar momentos felices en este ambiente de dulcificada ultratumba. Una y otra y otra vez, en un ciclo sin final.

Vanessa Sosa. Mérida, Venezuela (1986). Historiadora del Arte (2018) egresada de la Universidad de Los Andes. Es una escritora que se considera aprendiz y también autodidacta. Inició en el mundo de la escritura en el año de 2018 con pocos microcuentos y microrrelatos, que transformó después, en relatos más extensos. Se especializa en el género fantástico porque es el que más escribe, sin embargo, considera que hay mucho por mejorar.
Correo electrónico: sosa.Children.of.The.Elder.God@gmail.com
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Fotografía de portada de Yasmín Rojas

